Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


miércoles, 26 de octubre de 2011

El noveno crimen

 El noveno crimen

Las mañanas siempre eran el peor momento del día.

Las mañanas implicaban el frío de la ciudad colándose dentro de su abrigo y clavándole estelas de hielo invisibles en la piel. Implicaban sentir el vaho de su propia respiración contra el rostro y la repulsión, la asfixia sutil, la calma incierta. Paso tras paso no sabía hacia donde caminaba y a la vez tenía la certeza que se acercaba un poco más a su propia muerte, centímetro a centímetro. Paso a paso languidecía y se preguntaba si alguien le echaría de menos cuando ya no estuviera allí.

Pero sabía la respuesta incluso antes de formularse la pregunta.

Las mañanas siempre eran el peor momento del día; peor incluso que las noches, cuando la quietud más tétrica congelaba las cuatro paredes del apartamento donde vivía; peor que el mediodía, cuando el sol y la resaca le arrancaban punzadas agrias en el cuello. Las mañanas eran el regreso a casa de los caídos en batalla, la caminata tortuosa hacia el único lugar donde sabía que nadie vendría a buscarle. Paso a paso adentrándose dentro de sí mismo, donde no había más que putrefacción y soledad.

Se detuvo por inercia y el callejón bañado de gris le devolvió la mirada; bolsas de basura en un lado, contenedores de deshechos en el otro. Una tubería sobresalía de la pared como una grotesca extremidad retorcida, emanando lentas volutas de humo con olor a ácido. Damien giró lentamente la cabeza y vio su propio rostro reflejado en los pedazos que aún quedaban en pie en la ventana rota de un edificio. Las mejillas hundidas, el semblante cenizo y los ojos lúgubres. La barba de tres días que hacía siglos que debía haberse afeitado y el lunar marchito en la sien, medio escondido entre el par de mechones marrones de cabello que descansaban sobre su frente. Cada día más viejo, cada día más demacrado y despojado de su dignidad.

Y así debía ser.

* * *

El primero solía aparecer a partir del momento en que abría la puerta de su hogar y ponía un pie en él.

Timothy Lawson, el pequeño Timmy, era el que le recibía con sus ojos azules juguetones y la sonrisa tímida, medio escondiéndose detrás del marco de la puerta de entrada al salón. Le vigilaba desde ahí mientras Damian se quitaba el abrigo y lo dejaba sobre el perchero, mientras se despojaba de sus zapatos y de su patético intento de autocompasión. Timmy solía reír en esos momentos, aún escondiendo, como si se supiera el único ser humano del planeta conocedor de un secreto que nadie más conocía. Damien nunca dijo nada, pero supuso siempre que ese secreto le implicaba a él.

Se giraba en dirección al marco de la puerta y Timmy desaparecía entre risas. Damien sabía que no volvería a verle hasta el día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar.

El segundo aparecía cuando entraba en el salón y se dejaba caer en el sofá. Melanie Wood se encontraba fuera, en el balcón, con los antebrazos apoyados sobre la barandilla y de espaldas a él. Viva imagen de una belleza celestial, su vestido blanco ondeaba a un viento inexistente y su cabellera se agitaba a un lado y a otro, en caótica y dulce perfección. Giraba la cabeza, le miraba por encima del hombro y sonreía. Melanie no sonrió la última vez que la vio con vida, diez años atrás; lloraba aferrándose con sus manos de porcelana a un abrigo mientras suplicaba por su vida. Pero ellos nunca conservaban el aspecto que habían tenido en vida. Ellos reían, hablaban, resplandecían como ángeles en una tierra de demonios; demonios demasiado cansados como para siquiera intentar de corromper lo incorruptible.

Y claro, faltaría el tercero. Duncan Mail Anderson, aquel a quien sus compañeros de clase siempre habían apodado Donny, con sus gafas torcidas y su sonrisa bobalicona de quinceañero; siempre apoyado de espaldas contra la pared balanceándose suavemente sobre los talones. Y el cuarto, Lisbeth. Lilly, la pequeña Lilly, a quien siempre podía oír corretear por su habitación persiguiendo mariposas con alas rotas y nubes almacenando sueños de un ayer.

Uno tras otro, desfilaban frente a sus ojos como efímeras estrellas de un circo errante, cada uno hermoso en su peculiaridad, cada uno especial y diferente de los demás. Donny le acompañaba cuando se iba a prepararse la cena y Melanie velaba por él mientras se quedaba casi dormido en el sofá mirando el techo hasta perder la noción de sí mismo. Pero ellos no eran a quienes Damien buscaba. No eran ellos, que le daban el único minuto del día que necesitaba experimentar para poder seguir viviendo. No les necesitaba a ellos.

La necesitaba a ella.

El noveno crimen.

Margaret Simons llevaba el cabello recogido en un elegante moño del que colgaban un par de rizos pelirrojos que le acariciaban los pómulos, tiernos, sonrojados como la primera vez que la conoció. Agachaba los ojos y se miraba las manos, tímida, para luego volver a alzarlos y mirarle como si fuera lo único que pudiera ver en el mundo entero; el azul de la pupila era dolorosamente nítido, dolosamente real. Alargaba la mano de la que colgaba aquella pulsera de plata que le había regalado por su noveno aniversario de casados y parecía querer acariciarle la suya, pero cambiaba de opinión en el último momento y la regresaba sobre su regazo con la misma sutileza de gestos de siempre.

Y eso le rompía por dentro poco a poco.

Alzaba la mirada desesperado hacia ella buscando respuestas, pero sólo se encontraba con la sonrisa tierna, pero fría, de un recuerdo.

─¿Por qué lo hiciste…?

Margaret entreabría los labios como si fuera a susurrar una respuesta, pero de nuevo cambiaba de opinión los volvía a cerrar, sin dejar de sonreír.

─¿Por qué te fuiste de mi lado? ─insistía él.

Margaret no hablaba, no se movía. No respiraba. Sólo sonreía.

─Yo te necesitaba tanto…

Como movido por hilos invisibles, deslizaba la mano por la madera de la mesa que había entre los dos y la acercaba a ella como si fuera a tocarla, pero esa vez era él, el que se detenía en el último momento.

─Esa bala no iba para ti. Esa bala no tenía que haberte alcanzado a ti.

Ella inclinaba ligeramente la cabeza y le miraba a través de las pestañas. Casi como si pudiera entenderle. Casi como si viviera. Y en sus ojos veía las atrocidades cometidas, cada vez que había apretado el gatillo sin remordimientos mientras alguien observaba desde detrás como cumplía el encargo, alguien oculto tras unas gafas de sol y el humo de un puro. Los ceros de todos los millones de dólares aumentaban con cada mano inerte de un inocente que yacía sobre un lago de sangre. Una escena tan recurrente hacía diez años, y sin embargo entonces la peor de sus pesadillas.

Y una vez más, acercaba la mano hacia ella y hacía desaparecer uno a uno los centímetros de aire que les separaban. Acercaba la mano y le parecía que se acercaba poco a poco a tocar el mismísimo cielo, a tocar la sonrisa dulce y fría de un ángel que se había negado a abandonar la tierra para el resto de la eternidad.

Pero entonces la porción de piel que no llegaban a alcanzar con las yemas de sus dedos se desvanecía ante sus ojos y el vacío devoraba lentamente aquel rostro familiar hasta reducirlo a media sonrisa, unos ojos congelados en una expresión de perdón que no llegó a esbozarse, y finalmente a la nada.

Y una vez más, la perdía para siempre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario