Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


miércoles, 26 de octubre de 2011

El músico callejero

El músico callejero



Era joven, quizás treinta o treinta y pico. Tenía aspecto de vagabundo y alma de artista. El rostro era lo de menos. Y la melodía que emergía de las yemas de sus dedos cada vez que acariciaba las teclas, lo de más.

Decía que podía cambiar un millón de vidas con su música. Sonreía burlón, con ese poema inaudible a punta de labios. La multitud del metro no le creía, por supuesto. ¿Quién iba a hacerlo? El tren había partido hacía años y él se había quedado atrás viéndolo pasar frente a sus ojos como quien ve una cadena de árboles en una autopista por la ventana del autobús. El tren se había ido y él seguía ahí. El tren nunca había existido y él seguía tocando esa vieja canción en su teclado a cambio de un par de monedas.


Era su refugio. Era su concierto solitario, su monólogo sin palabras. Era su música, y siempre se expandía en el aire como un perfume inigualable.


Hacía años que había sido así.


Lo recordaba perfectamente. Veinte de enero de mil novecientos noventa. El jubilado de las ocho esperando en el andén y la tienda de revistas de la esquina aún cerrada. El botón del ascensor al ser pulsado y los rezagados a quienes se les habrían quedado pegadas las sábanas, ahora bajando a toda prisa por la escalera. Té, chocolate y tímidos hálitos de oxígeno en el ambiente, quizás incluso el inevitable hedor a cloacas cada vez que Barcelona exhalaba un suspiro. No importaba. Él se sentaba y empezaba a tocar. Entonces simplemente sucedía.


La señora de los guantes de lana levantaba la mirada de su teléfono móvil. La niña del colgante rosa dejaba a un lado el bocadillo de su desayuno, al igual que el bebé lo hacía con su cuchara de gominola. Brillos de incerteza saltaban de mirada en mirada buscando algo que ni ellos sabían, viéndose de verdad por primera vez en siglos.


Y ahí no habría periodista capaz de explicar el fenómeno a los medios, ni obra pintada en ningún museo capaz de retratar el suceso. No sería la bella vista que podría contemplarse desde cualquier mirador, ni el fugaz trabalenguas que pronunciar entre risas. Sólo sería un segundo, un minuto con suerte. Un intercambio silencioso y adiós. Un regalo al subconsciente de las gentes y a las plumas de quienes osaran narrarlo.


Porque, aunque sólo fuera por un segundo, la muralla que separaba a los desconocidos habría caído y una única pregunta muda vibraría en el ambiente, vulgar en su sencillez, hermosa en su veracidad.


“¿Quién está tocando esa canción?”


El músico callejero tenía treinta y pico, pero había vivido muchos más. Sus notas podían tener el matiz nostálgico de un barco hundido en las profundidades del océano, o el colorido brillante de un parasol exhibido en el terrado de un apartamento. Él no era más que un hipnotista sin péndulo que dejaba que las emociones se alzaran en el aire como un globo de helio. Se había cansado de escribir la lección de la vida en la pizarra de una escuela a la que nadie acudía y había optado por ser un libro anónimo de la biblioteca, ese que el destino ha hecho que vaya a caer en tus manos.


Años atrás solía correr apresuradamente por los túneles del metro y escuchar una y otra vez los mismos mensajes en el buzón de voz. Un día simplemente lo había echado todo por la borda. Había conseguido un instrumento de segunda mano y un hueco en el mundo. Había descubierto que era autor y poseedor de aquel precioso segundo de desvelo que arrancaba en la mirada de cientos de desconocidos.


Y por fin había encontrado un sentido a su vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario