Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


jueves, 27 de octubre de 2011

De eruditos de la literatura que se pelean con adolescentes hormonadas.

Hace poco se iniciaron unos concursos en cadena llamados Fanfic Awards en el foro Hotela Bella Muerte del que ya he hecho mención alguna vez. La cosa es sencilla: los usuarios votan al fanfic que más les ha gustado, se hacen nominaciones, y posteriormente se escojen a los ganadores. Si bien nunca he sido muy dada a los concursos de cualquier tipo, en este caso he decidido curiosear. Tengo un par de autores y fanfics favoritos en el foro (a los que, muy vilmente, no he dejado comentario aún. Qué mal), pero me ha sorprendido ver que sólo alguno (por no decir casi ninguno) se encontraba entre los nominados. Más aún, que apenas habían sido votados en la primera ronda. 

Quienes os hayáis metido alguna vez en el Oh, fascinante mundo de los fanfics sabréis a lo que me refiero: historias estilísticamente brillantes que caen en el olvido mientras otras sin nada en particular se alzan como el nuevo templo de adoración de los lectores. Y la verdad es que al ver esto no he podido evitar pensar en una analogía con la literatura comercial y la literatura de minorías.

Por ahí dicen que la literatura comercial es basura que ha tenido suerte. Letras para aborregar borregos. Caquita de la buena. Y muchos más adjetivos peyorativos que ahora no vienen a caso. Pero cada vez que escucho algo de esto no puedo evitar sonreír por lo bajo y hacer un recordatorio mental: esa caquita de la buena probablemente llegará más lejos que cualquier literatura de la buena. Dentro de unos años el boca a boca hará que miles de adolescentes ostenten en sus manos un pedacito de la caquita y lo muestren emocionadas a sus amiguis; pero para que esto pase antes tendrán que haberla comprado. Y si la han comprado, se han dejado dinero en ello. Y si se han dejado dinero en ello, la editorial tendrá fondos para hacer nuevas tiradas. Y poco a poco tendremos, señores, lo que nosotros llamamos un "Best-seller".

Un Best-seller que partió siendo basura con suerte. 

Son muchos los debates que se han formado a raíz de esto. ¿Qué es mejor? ¿Escribir para gustarse a uno mismo, o escribir para gustar a un público homógeno que quiere historias sobre vampiros que van al instituto? ¿Escribir literatura minoritaria o literatura comercial? ¿Cuál de las dos tiene más derecho a ostentar el rango de "literatura"? ¿Cuál es más literatura?

Y, oh. Oh. Aquí viene cuando me posiciono.Qué chupi-guay. 

Seamos francos, la buena literatura, el buen escrito no es aquel que reflexiona sobre la inmensidad de la belleza en el otoño y cuenta milimétricamente la gama de colores que se refleja en las hojas de cualquier cutre-planta del jardín de mi abuela. El buen escrito no hace una combinación de figuras estilísticas brillantes, unos diálogos sorprendentes y una trama complejísima, pero que no entiende ni su madre. Pero, desde luego, el buen escrito tampoco es aquel que vomita palabras, incluye trilladas historias adolescentes y ambiciona a resolver el eterno conflicto de si el esmalte de uñas azul pitufo es bonito o no. ¿A dónde quiero llegar, señores? A que, como dijo mi colega Aristóteles el otro día en el bar, la virtud está en el punto medio.

No vas a traicionarte a ti mismo como escritor por escribir una historia sobre una chica marginada que quiere conquistar al popular de la clase. No vas a hacerlo en la medida que arañes aspectos de esa literatura estilísticamente brillante y los incluyas en tu historia. Y tampoco caerás en el olvido si tu historia trata sobre las implicaciones éticas de la teoría evolutiva de Lamark, pero los personajes son de ir a pie, de pasarse notitas por debajo de la mesa, y de enamorarse del profe buenorro de turno. Una idea brillante no quita una forma más asequible para el público, y una forma acuradísima no quita una idea que guste a las masas. Porque quizás, quizás, algún día ese batiburrillo de literatura comercial y literatura minoritaria termina en las librerías, y quizás logra captar a eruditos no tan eruditos y adolescentes frívolos no tan frívolos por igual. O, si más no, aparecer entre los nominados de un concurso de fanfics en la web.

Miss Way.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Porque esta vez la curiosidad no mató al gato.

Sinceramente, a mí esto del Scrivener no me sonaba bien al principio. Quizás porque desde siempre me he acostumbrado a tener todos los documentos de mis novelas guardados en carpetas convencionales, pero esto de un programa exclusivo para escritores me parecía, con perdón, una pijada para quisquillosos. Es decir, ¿para qué? Si con el Word de toda la vida ya me organizo bien. Pero, pero, soy una criatura curiosa y terminé por descargármelo. Y por instalármelo. Y por curiosearlo. 

Y oh, Gosh.

Para quien aún no sepa de qué estoy hablando, Scrivener es una herramienta de software pensada expresamente para aquellas personas que escriben habitualmente en ordenador, ya sea novelistas, comentaristas, periodistas, y un largo etc. En principio tiene las aplicaciones de cualquier procesador de textos normal, pero adaptado a las necesidades de cada usuario. Por ejemplo, en el apartado de escritura de ficción tenemos varias plantillas pensadas exclusivamente para elaborar personajes, escenarios y trama. Además incluye un formato para organizar carpetas de lo más práctico para tenerlo todo a mano y bien ordenado.

En definitiva, una joya. Yo llevo usándolo desde hace apenas quince días para planificar la novela del Nanowrimo y estoy encantada. Lo único que me sabe mal es no haberlo descubierto antes, porque me habría ahorrado muchas frustraciones de logística pura. 

Descarga: http://www.literatureandlatte.com/nanowrimo.php

Atte.,
Misery.

Mamá delira a medianoche


 Mamá delira a medianoche



Muerte. Máscaras de carne y hueso. Sonreía, deliraba, y le preguntaba una y otra vez si estaba bien, si estaba bien, pero él nunca estaba bien.

Mamá solía hacer esas cosas a menudo. Mamá era un ser extraño. Se presentaba de noche, cuando el monstruo debajo de la cama farfullaba improperios y oraciones a satanás y las brujas arañaban la ventana desde fuera del cristal. Mamá estaba loca. Mamá mezclaba gotas de sangre y algo negro y viscoso en su cuenco de cereales de los lunes. Mamá moría y revivía cada noche que el bote de pastillas se caía sobre el suelo del baño y desparramaba su contenido sobre las baldosas de mugre.


Él la veía a veces, ¿sabes? Estaba por todos sitios. Se escondía dentro del pequeño Timmy. Hacía que sus patitas de peluche le rozaran la mejilla a medianoche. Hacía que las cuencas de botones de los ojos giraran sobre sí mismas desbocadas. Reía. Lloraba. Mataba. Pero era mamá y la quería.


Estaba bien. ¿Estaba bien?, ¿quién iba a saberlo? Él se limitaba a vivir. Iba al colegio, cenaba, veía la televisión. Convencía a los monstruos de permanecer debajo de la cama día sí, día no.


A Mamá eso no le gustaba eso. Ella quería ser libre y delirar a su antojo. La sangre se secaba en la piel podrida y entonces era peor. Gritaba y se tiraba de los cabellos. Corría. Siempre trataba de alcanzarle y sus manos le travesaban como niebla endemoniada. Era una sensación rara. Todo eso era raro. Pero Mamá no parecía darse cuenta. Estaba loca. Estaba loca.


Y quería hacerle enloquecer a él también. Pero no lo conseguiría, porque el monstruo de debajo de su cama seguía orando a satanás; y mientras eso sucediera, él estaba a salvo.


El cuenco de cereales se derramó entonces. Las gotas de sangre mezcladas con leche cayeron sobre el parquet. Mutaron a pequeños escarabajos y treparon en una línea de rectitud marcial por la pared, pero se bifurcaron en una garra monstruosa al llegar al techo. Y Mamá seguía delirando. Y las cuencas vacías de los ojos del pequeño Timmy lloraban una substancia negra indefinida.


(No estaba loco)


¿Lo estaba?


Las manivelas del reloj de Mickey Mouse de su habitación nunca habían dejado de girar vertiginosamente. Cinco días, no, cinco años, diez años (
veinte, treinta, cuarenta). Mamá debía rondar el centenar, pero el rostro del cadáver había dejado de envejecer cuando la piel había empezado a pegársele a los huesos. Los lunes el espejo le devolvía la imagen de un niño atrapado en el cuerpo de un adulto.

A veces la niebla se disipaba. A veces el monstruo callaba. Y entonces las paredes blancas y acolchadas se veían. La camisa de fuerzas le oprimía y él reía, reía, reía retorciéndose por el suelo igual que Mamá lo había hecho en algún momento antes de dejar de ser Mamá.


Era todo tan raro.


Era todo tan terrorífico que había dejado de sentir miedo hacía años. ¿Y sabes qué? Era mejor así. 

El monstruo y el cuerpo

 El monstruo y el cuerpo


Tenía el cabello rubio, de un dorado grisáceo; brillantez lacerante que se entrelazaba con el blanco pálido del rostro y emitía destellos mortecinos a la luz de la noche. A veces la sangre resbalaba por cada hebra como delicadas gotas de rocío envenenado. A veces cada hebra tenía su perfecto y específico lugar en la máscara de vergüenza que le cubría la frente y los ojos.

Los músculos se marcaban bajo la piel del cuello, acero cubierto de seda. Entreabría los labios y jadeaba suavemente; nimia muestra de flaqueza. Inspiraba apenas un hilo de oxígeno y volvía a revivir. Los ojos enloquecidos destellaban. El alma desquiciada vibraba en cada recoveco de la expresión torturada, extasiada, omnipotente y aniquilada.

Era un monstruo.

Separaba la carne del acero y podía notar como la hoja del cuchillo salía del cuerpo ajeno; un sonido viscoso y palpable. El arma caía sobre la tierra y la sangre manchaba el suelo, se derramaba a sus pies, se sometía a él. Sangre por todos sitios, dentro y fuera de él; respiraba sangre y paladeaba sangre. Le hacía perder una cordura que en realidad nunca había existido.

—¿Por qué…?

El cuerpo exhalaba su último aliento en forma de esa estúpida pregunta. Las palabras fluían en el silencio como una brisa fría en el infierno. Las repetía una y otra vez (por qué, por qué); a veces en torpes balbuceos, a veces de un modo tan nítido que hasta parecía humano. Los cuerpos siempre hacían eso. Siempre trataban de hacerle flaquear. Incluso ese cuerpo concreto.

Era cruel; era cruel con él. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué le ponía a prueba? Sabía que si miraba esos ojos desesperados, ojos de moribundo que araña la vida tratando de aferrarse a ella, no podría soportarlo. Y aún y así, lo hacía. Le miraba. Le miraba de ese modo…

—Por qué, hermano…

El monstruo se inclinó y acarició con la yema de los dedos el rostro lívido, sin apenas tocarlo. La sangre se arrastró como una plaga magnética, creando un sendero allí donde sus dedos rozaban.

—Porque así lo he querido —susurró.

Esos ojos tan conocidos le buscaban en la ceguera del pánico. Le localizaron, pero no llegaron a reconocerle.

Y en su último esfuerzo, el cuerpo esbozó una torpe sonrisa.

Mientes…

Luego vino el silencio. Luego vendría el arrepentimiento. Luego vendría el perdón que nunca recibiría. Pero de mientras lo único que hizo el monstruo fue elevar la mano a la altura de sus ojos y contemplar distraído la sangre como si se tratase de un raro fenómeno de la naturaleza.

Esa sangre.

Sangre del cuerpo. Su hermano. Sangre de su sangre.

(Sólo un cuerpo más)

—¿Tú crees…?

Dejó caer la mano de nuevo, dejó caer la razón hasta el mismísimo averno. Y al fin se rindió. Se inclinó sobre el cuerpo muerto y enterró el rostro entre su cuello y hombro.

La sangre volvió a fluir. La vida también. 


Asesinos inocentes


 Asesinos inocentes

Tenía los ojos del color del vodka, y cuando lloraba las lágrimas escocían en la piel del mismo modo que lo hacía el alcohol.
Tenía las manos arrugadas por el tiempo, curtidas por el aire químico de una ciudad muerta. A ratos perdía la sensibilidad en ellas y se las contemplaba como pedazos de algo ajeno a sí mismo, algo repugnante y lastimero. Manos que habían tenido que tocar tantos pedazos de metal sobrevalorados que ahora se le antojaban inútiles. Manos que habían osado acariciarla a ella. Manos que en aquel momento temblaban sosteniendo débilmente el vaso de vodka en la barra del bar. 
Tenía los ojos del color el vodka, pero el corazón era putrefacto como un vertedero. Notaba aún el hedor que desprendía dentro de él, un hedor abstracto y nebuloso. Sabía que ese no se iría ni con el paso de los años. Es más, iría a peor. Mucho peor. Bebía y aplacaba un poco los latidos moribundos de su corazón, pero cargaba a su vez el depósito de corrupción.
Y cuando el mundo dejó de oírse a su alrededor y lo único que podía escuchar era el sonido de su propia respiración áspera, el hombre dejó el vaso a un lado de la barra, se tapó el rostro con las manos y lloró como un niño.

* * *

Siempre le habían dicho que tenía un pelo precioso.
Mamá solía quedarse embelesada peinándoselo cuando la mujer era apenas una niña. Decía que era del color de la arena y de la corteza de los árboles jóvenes, de los primeros rayos del alba y de la bruma de un horizonte difuso. Siempre le habían dicho que tenía un pelo precioso, y no habían mentido. Pero habían omitido el detalle que era lo único que tenía bonito, porque el rostro de la joven era lamentable.
Lamentable era el recorrido húmedo que trazaban las lágrimas desde que nacían hasta que iban a morir al borde de su barbilla arrugada por la congoja. Lamentables aquellos labios pequeños e insulsos, aquellas mejillas cenicientas y aquellos pómulos sonrojados por el llanto de un modo tan estúpido. Los ojos, los ojos pequeños y huidizos, los ojos abiertos por los hechos que no podía ver y sin embargo estaban tatuados en la cara interna de sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos, ellos estaban ahí. Esperándola.
Nunca le habían dicho que fuera bonita, simpática o fuerte. Nunca le habían dicho nada de eso porque no lo era.
Las rodillas, puro hueso y piel, se posaron suavemente sobre el suelo de un modo desmadejado, como una muñeca descompuesta y rota. La tela del camisón era fina, y su palidez contrastaba con esa misma palidez suya. No hubiera sabido decir cuál era más blanca. El espejo resquebrajado apenas le devolvía una vaga imagen suya, sepultada bajo grietas que se expandían en su superficie, sepultándola a ella debajo de miles de raíces brillantes, una telaraña de cristal. Veinte ojos pequeños le devolvían la mirada desolada. Veinte cabelleras de arena se mecían en pequeñas sacudidas cada vez que sollozaba.
Tiró la consciencia lejos y sólo dejó paso al impulso ciego, que se abrió camino a través de las yemas de sus dedos. La pistola, decía. La pistola que él siempre guardaba en el mismo sitio cuando creía que ella dormía. La pistola en la mesita de noche, entre las fotos de su boda que ahora carecían de sentido y el pañuelo bordado con el que él nunca había tenido que enjuagarse ninguna lágrima antes. Sus brazos cobraron vida propia y se abalanzaron débilmente en esa dirección, una mano ajena abrió el cajón.
El arma resplandecía allí, levemente escondida en mitad de inseguridades invisibles, decepciones congeladas y decisiones precipitadas. La tomó entre sus manos y notó la gelidez que desprendía el metal contra su piel, el peso de la gravedad que la impulsaba a soltarla. No lo haría. No lo haría.
Era una sensación casi agradable.

* * *

El recibidor era aún más frío que la calle de la que venía cuando penetró en él. La oscuridad pétrea de cada rincón parecía cincelar las esquinas y los muebles con azabache nítido. Los ojos ciegos de insensibilidad del hombre apenas podían apreciarlo.
Nunca le había gustado aquella parte de la casa, desde el principio. Era pequeño, claustrofóbico, había dicho. Pero ella había insistido que se la quedasen. Lo había dicho con su sonrisa luminosa y sus ojitos suplicantes; y él había tenido que acceder complacientemente, porque a fin de cuentas era ella y la quería.
Habían pasado más de veinte años desde aquello y ahora la casa sabía que entraba un traidor por la puerta principal.
Dio un paso hacia el salón que sonó como un susurro en mitad de la noche, como una disculpa a media voz. Dio un segundo paso que se perdió en mitad del silencio y nadie llegaría a encontrar jamás. Dio el tercer paso cuando atisbó con cierta indiferencia como el cañón de la pistola le apuntaba de frente. Era su pistola.
Ella se mantenía a una distancia prudencial de él, con las manos blancas y trémulas por la presión con que sostenía el arma. Brillaban rastros de lágrimas en las comisuras de sus ojos y preguntas mudas en su expresión torturada.
(¿Por qué?)
Él la contempló en inocente apatía mientras se daba cuenta con más intensidad que nunca de lo perfecta que era. Del precioso modo como la belleza parecía latir con vida propia en cada porción de su piel. Una belleza real y dura en su realidad, una belleza destrozada por la certeza de no saberse la única.
(¿Por qué?)
Ella le apuntó durante dos, tres, cinco minutos sin mover un músculo. El gatillo era pequeño y sumiso a los acontecimientos, no iba a ser difícil apretarlo. El hombre se preguntó por qué aún no lo había hecho, que tipo de sentido tenía la espera.
Y sin embargo, lo tenía.
Ella pareció perder la fuerza paulatinamente en los brazos y en los dedos pálidos. Los codos se doblaron y los brazos cayeron, una mano se deshizo suavemente del tacto del metal. La otra siguió ahí, sosteniendo el arma en el vacío, pero ni siquiera parecía tener ánimos para eso. Las yemas de los dedos apenas parecían sujetar la pistola conscientemente a un lado de su cuerpo.
Entonces ella elevó la mirada y él pudo ver que no lo haría.
En cambio, no llegó a ver qué la movió a avanzar el escaso paso que les separaba casi con timidez. No vio el motivo, no vio el sentido, pero ella le tomó con suavidad la mano curtida y depositó el arma cargada sobre su palma como una ofrenda inquietante.
Los ojos nublados de la mujer ascendieron hasta los de él y de pronto el hombre se sintió estúpido sosteniendo aquel trozo de metal. Si ella no había podido disparar, ¿cómo se suponía que debía sujetar él ahora la pistola…?
Y la respuesta vino a su mente como si de una evidencia se tratara.
(Nunca iba a negarse a ninguno de sus caprichos, por muchos años que pasasen, por muchas otras que existieran en su vida. Y él sabía que esa vez también accedería complacientemente, porque al fin y al cabo era ella y la quería).


El músico callejero

El músico callejero



Era joven, quizás treinta o treinta y pico. Tenía aspecto de vagabundo y alma de artista. El rostro era lo de menos. Y la melodía que emergía de las yemas de sus dedos cada vez que acariciaba las teclas, lo de más.

Decía que podía cambiar un millón de vidas con su música. Sonreía burlón, con ese poema inaudible a punta de labios. La multitud del metro no le creía, por supuesto. ¿Quién iba a hacerlo? El tren había partido hacía años y él se había quedado atrás viéndolo pasar frente a sus ojos como quien ve una cadena de árboles en una autopista por la ventana del autobús. El tren se había ido y él seguía ahí. El tren nunca había existido y él seguía tocando esa vieja canción en su teclado a cambio de un par de monedas.


Era su refugio. Era su concierto solitario, su monólogo sin palabras. Era su música, y siempre se expandía en el aire como un perfume inigualable.


Hacía años que había sido así.


Lo recordaba perfectamente. Veinte de enero de mil novecientos noventa. El jubilado de las ocho esperando en el andén y la tienda de revistas de la esquina aún cerrada. El botón del ascensor al ser pulsado y los rezagados a quienes se les habrían quedado pegadas las sábanas, ahora bajando a toda prisa por la escalera. Té, chocolate y tímidos hálitos de oxígeno en el ambiente, quizás incluso el inevitable hedor a cloacas cada vez que Barcelona exhalaba un suspiro. No importaba. Él se sentaba y empezaba a tocar. Entonces simplemente sucedía.


La señora de los guantes de lana levantaba la mirada de su teléfono móvil. La niña del colgante rosa dejaba a un lado el bocadillo de su desayuno, al igual que el bebé lo hacía con su cuchara de gominola. Brillos de incerteza saltaban de mirada en mirada buscando algo que ni ellos sabían, viéndose de verdad por primera vez en siglos.


Y ahí no habría periodista capaz de explicar el fenómeno a los medios, ni obra pintada en ningún museo capaz de retratar el suceso. No sería la bella vista que podría contemplarse desde cualquier mirador, ni el fugaz trabalenguas que pronunciar entre risas. Sólo sería un segundo, un minuto con suerte. Un intercambio silencioso y adiós. Un regalo al subconsciente de las gentes y a las plumas de quienes osaran narrarlo.


Porque, aunque sólo fuera por un segundo, la muralla que separaba a los desconocidos habría caído y una única pregunta muda vibraría en el ambiente, vulgar en su sencillez, hermosa en su veracidad.


“¿Quién está tocando esa canción?”


El músico callejero tenía treinta y pico, pero había vivido muchos más. Sus notas podían tener el matiz nostálgico de un barco hundido en las profundidades del océano, o el colorido brillante de un parasol exhibido en el terrado de un apartamento. Él no era más que un hipnotista sin péndulo que dejaba que las emociones se alzaran en el aire como un globo de helio. Se había cansado de escribir la lección de la vida en la pizarra de una escuela a la que nadie acudía y había optado por ser un libro anónimo de la biblioteca, ese que el destino ha hecho que vaya a caer en tus manos.


Años atrás solía correr apresuradamente por los túneles del metro y escuchar una y otra vez los mismos mensajes en el buzón de voz. Un día simplemente lo había echado todo por la borda. Había conseguido un instrumento de segunda mano y un hueco en el mundo. Había descubierto que era autor y poseedor de aquel precioso segundo de desvelo que arrancaba en la mirada de cientos de desconocidos.


Y por fin había encontrado un sentido a su vida.

El noveno crimen

 El noveno crimen

Las mañanas siempre eran el peor momento del día.

Las mañanas implicaban el frío de la ciudad colándose dentro de su abrigo y clavándole estelas de hielo invisibles en la piel. Implicaban sentir el vaho de su propia respiración contra el rostro y la repulsión, la asfixia sutil, la calma incierta. Paso tras paso no sabía hacia donde caminaba y a la vez tenía la certeza que se acercaba un poco más a su propia muerte, centímetro a centímetro. Paso a paso languidecía y se preguntaba si alguien le echaría de menos cuando ya no estuviera allí.

Pero sabía la respuesta incluso antes de formularse la pregunta.

Las mañanas siempre eran el peor momento del día; peor incluso que las noches, cuando la quietud más tétrica congelaba las cuatro paredes del apartamento donde vivía; peor que el mediodía, cuando el sol y la resaca le arrancaban punzadas agrias en el cuello. Las mañanas eran el regreso a casa de los caídos en batalla, la caminata tortuosa hacia el único lugar donde sabía que nadie vendría a buscarle. Paso a paso adentrándose dentro de sí mismo, donde no había más que putrefacción y soledad.

Se detuvo por inercia y el callejón bañado de gris le devolvió la mirada; bolsas de basura en un lado, contenedores de deshechos en el otro. Una tubería sobresalía de la pared como una grotesca extremidad retorcida, emanando lentas volutas de humo con olor a ácido. Damien giró lentamente la cabeza y vio su propio rostro reflejado en los pedazos que aún quedaban en pie en la ventana rota de un edificio. Las mejillas hundidas, el semblante cenizo y los ojos lúgubres. La barba de tres días que hacía siglos que debía haberse afeitado y el lunar marchito en la sien, medio escondido entre el par de mechones marrones de cabello que descansaban sobre su frente. Cada día más viejo, cada día más demacrado y despojado de su dignidad.

Y así debía ser.

* * *

El primero solía aparecer a partir del momento en que abría la puerta de su hogar y ponía un pie en él.

Timothy Lawson, el pequeño Timmy, era el que le recibía con sus ojos azules juguetones y la sonrisa tímida, medio escondiéndose detrás del marco de la puerta de entrada al salón. Le vigilaba desde ahí mientras Damian se quitaba el abrigo y lo dejaba sobre el perchero, mientras se despojaba de sus zapatos y de su patético intento de autocompasión. Timmy solía reír en esos momentos, aún escondiendo, como si se supiera el único ser humano del planeta conocedor de un secreto que nadie más conocía. Damien nunca dijo nada, pero supuso siempre que ese secreto le implicaba a él.

Se giraba en dirección al marco de la puerta y Timmy desaparecía entre risas. Damien sabía que no volvería a verle hasta el día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar.

El segundo aparecía cuando entraba en el salón y se dejaba caer en el sofá. Melanie Wood se encontraba fuera, en el balcón, con los antebrazos apoyados sobre la barandilla y de espaldas a él. Viva imagen de una belleza celestial, su vestido blanco ondeaba a un viento inexistente y su cabellera se agitaba a un lado y a otro, en caótica y dulce perfección. Giraba la cabeza, le miraba por encima del hombro y sonreía. Melanie no sonrió la última vez que la vio con vida, diez años atrás; lloraba aferrándose con sus manos de porcelana a un abrigo mientras suplicaba por su vida. Pero ellos nunca conservaban el aspecto que habían tenido en vida. Ellos reían, hablaban, resplandecían como ángeles en una tierra de demonios; demonios demasiado cansados como para siquiera intentar de corromper lo incorruptible.

Y claro, faltaría el tercero. Duncan Mail Anderson, aquel a quien sus compañeros de clase siempre habían apodado Donny, con sus gafas torcidas y su sonrisa bobalicona de quinceañero; siempre apoyado de espaldas contra la pared balanceándose suavemente sobre los talones. Y el cuarto, Lisbeth. Lilly, la pequeña Lilly, a quien siempre podía oír corretear por su habitación persiguiendo mariposas con alas rotas y nubes almacenando sueños de un ayer.

Uno tras otro, desfilaban frente a sus ojos como efímeras estrellas de un circo errante, cada uno hermoso en su peculiaridad, cada uno especial y diferente de los demás. Donny le acompañaba cuando se iba a prepararse la cena y Melanie velaba por él mientras se quedaba casi dormido en el sofá mirando el techo hasta perder la noción de sí mismo. Pero ellos no eran a quienes Damien buscaba. No eran ellos, que le daban el único minuto del día que necesitaba experimentar para poder seguir viviendo. No les necesitaba a ellos.

La necesitaba a ella.

El noveno crimen.

Margaret Simons llevaba el cabello recogido en un elegante moño del que colgaban un par de rizos pelirrojos que le acariciaban los pómulos, tiernos, sonrojados como la primera vez que la conoció. Agachaba los ojos y se miraba las manos, tímida, para luego volver a alzarlos y mirarle como si fuera lo único que pudiera ver en el mundo entero; el azul de la pupila era dolorosamente nítido, dolosamente real. Alargaba la mano de la que colgaba aquella pulsera de plata que le había regalado por su noveno aniversario de casados y parecía querer acariciarle la suya, pero cambiaba de opinión en el último momento y la regresaba sobre su regazo con la misma sutileza de gestos de siempre.

Y eso le rompía por dentro poco a poco.

Alzaba la mirada desesperado hacia ella buscando respuestas, pero sólo se encontraba con la sonrisa tierna, pero fría, de un recuerdo.

─¿Por qué lo hiciste…?

Margaret entreabría los labios como si fuera a susurrar una respuesta, pero de nuevo cambiaba de opinión los volvía a cerrar, sin dejar de sonreír.

─¿Por qué te fuiste de mi lado? ─insistía él.

Margaret no hablaba, no se movía. No respiraba. Sólo sonreía.

─Yo te necesitaba tanto…

Como movido por hilos invisibles, deslizaba la mano por la madera de la mesa que había entre los dos y la acercaba a ella como si fuera a tocarla, pero esa vez era él, el que se detenía en el último momento.

─Esa bala no iba para ti. Esa bala no tenía que haberte alcanzado a ti.

Ella inclinaba ligeramente la cabeza y le miraba a través de las pestañas. Casi como si pudiera entenderle. Casi como si viviera. Y en sus ojos veía las atrocidades cometidas, cada vez que había apretado el gatillo sin remordimientos mientras alguien observaba desde detrás como cumplía el encargo, alguien oculto tras unas gafas de sol y el humo de un puro. Los ceros de todos los millones de dólares aumentaban con cada mano inerte de un inocente que yacía sobre un lago de sangre. Una escena tan recurrente hacía diez años, y sin embargo entonces la peor de sus pesadillas.

Y una vez más, acercaba la mano hacia ella y hacía desaparecer uno a uno los centímetros de aire que les separaban. Acercaba la mano y le parecía que se acercaba poco a poco a tocar el mismísimo cielo, a tocar la sonrisa dulce y fría de un ángel que se había negado a abandonar la tierra para el resto de la eternidad.

Pero entonces la porción de piel que no llegaban a alcanzar con las yemas de sus dedos se desvanecía ante sus ojos y el vacío devoraba lentamente aquel rostro familiar hasta reducirlo a media sonrisa, unos ojos congelados en una expresión de perdón que no llegó a esbozarse, y finalmente a la nada.

Y una vez más, la perdía para siempre.