Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


miércoles, 26 de octubre de 2011

Mamá delira a medianoche


 Mamá delira a medianoche



Muerte. Máscaras de carne y hueso. Sonreía, deliraba, y le preguntaba una y otra vez si estaba bien, si estaba bien, pero él nunca estaba bien.

Mamá solía hacer esas cosas a menudo. Mamá era un ser extraño. Se presentaba de noche, cuando el monstruo debajo de la cama farfullaba improperios y oraciones a satanás y las brujas arañaban la ventana desde fuera del cristal. Mamá estaba loca. Mamá mezclaba gotas de sangre y algo negro y viscoso en su cuenco de cereales de los lunes. Mamá moría y revivía cada noche que el bote de pastillas se caía sobre el suelo del baño y desparramaba su contenido sobre las baldosas de mugre.


Él la veía a veces, ¿sabes? Estaba por todos sitios. Se escondía dentro del pequeño Timmy. Hacía que sus patitas de peluche le rozaran la mejilla a medianoche. Hacía que las cuencas de botones de los ojos giraran sobre sí mismas desbocadas. Reía. Lloraba. Mataba. Pero era mamá y la quería.


Estaba bien. ¿Estaba bien?, ¿quién iba a saberlo? Él se limitaba a vivir. Iba al colegio, cenaba, veía la televisión. Convencía a los monstruos de permanecer debajo de la cama día sí, día no.


A Mamá eso no le gustaba eso. Ella quería ser libre y delirar a su antojo. La sangre se secaba en la piel podrida y entonces era peor. Gritaba y se tiraba de los cabellos. Corría. Siempre trataba de alcanzarle y sus manos le travesaban como niebla endemoniada. Era una sensación rara. Todo eso era raro. Pero Mamá no parecía darse cuenta. Estaba loca. Estaba loca.


Y quería hacerle enloquecer a él también. Pero no lo conseguiría, porque el monstruo de debajo de su cama seguía orando a satanás; y mientras eso sucediera, él estaba a salvo.


El cuenco de cereales se derramó entonces. Las gotas de sangre mezcladas con leche cayeron sobre el parquet. Mutaron a pequeños escarabajos y treparon en una línea de rectitud marcial por la pared, pero se bifurcaron en una garra monstruosa al llegar al techo. Y Mamá seguía delirando. Y las cuencas vacías de los ojos del pequeño Timmy lloraban una substancia negra indefinida.


(No estaba loco)


¿Lo estaba?


Las manivelas del reloj de Mickey Mouse de su habitación nunca habían dejado de girar vertiginosamente. Cinco días, no, cinco años, diez años (
veinte, treinta, cuarenta). Mamá debía rondar el centenar, pero el rostro del cadáver había dejado de envejecer cuando la piel había empezado a pegársele a los huesos. Los lunes el espejo le devolvía la imagen de un niño atrapado en el cuerpo de un adulto.

A veces la niebla se disipaba. A veces el monstruo callaba. Y entonces las paredes blancas y acolchadas se veían. La camisa de fuerzas le oprimía y él reía, reía, reía retorciéndose por el suelo igual que Mamá lo había hecho en algún momento antes de dejar de ser Mamá.


Era todo tan raro.


Era todo tan terrorífico que había dejado de sentir miedo hacía años. ¿Y sabes qué? Era mejor así. 

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