Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


miércoles, 26 de octubre de 2011

El monstruo y el cuerpo

 El monstruo y el cuerpo


Tenía el cabello rubio, de un dorado grisáceo; brillantez lacerante que se entrelazaba con el blanco pálido del rostro y emitía destellos mortecinos a la luz de la noche. A veces la sangre resbalaba por cada hebra como delicadas gotas de rocío envenenado. A veces cada hebra tenía su perfecto y específico lugar en la máscara de vergüenza que le cubría la frente y los ojos.

Los músculos se marcaban bajo la piel del cuello, acero cubierto de seda. Entreabría los labios y jadeaba suavemente; nimia muestra de flaqueza. Inspiraba apenas un hilo de oxígeno y volvía a revivir. Los ojos enloquecidos destellaban. El alma desquiciada vibraba en cada recoveco de la expresión torturada, extasiada, omnipotente y aniquilada.

Era un monstruo.

Separaba la carne del acero y podía notar como la hoja del cuchillo salía del cuerpo ajeno; un sonido viscoso y palpable. El arma caía sobre la tierra y la sangre manchaba el suelo, se derramaba a sus pies, se sometía a él. Sangre por todos sitios, dentro y fuera de él; respiraba sangre y paladeaba sangre. Le hacía perder una cordura que en realidad nunca había existido.

—¿Por qué…?

El cuerpo exhalaba su último aliento en forma de esa estúpida pregunta. Las palabras fluían en el silencio como una brisa fría en el infierno. Las repetía una y otra vez (por qué, por qué); a veces en torpes balbuceos, a veces de un modo tan nítido que hasta parecía humano. Los cuerpos siempre hacían eso. Siempre trataban de hacerle flaquear. Incluso ese cuerpo concreto.

Era cruel; era cruel con él. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué le ponía a prueba? Sabía que si miraba esos ojos desesperados, ojos de moribundo que araña la vida tratando de aferrarse a ella, no podría soportarlo. Y aún y así, lo hacía. Le miraba. Le miraba de ese modo…

—Por qué, hermano…

El monstruo se inclinó y acarició con la yema de los dedos el rostro lívido, sin apenas tocarlo. La sangre se arrastró como una plaga magnética, creando un sendero allí donde sus dedos rozaban.

—Porque así lo he querido —susurró.

Esos ojos tan conocidos le buscaban en la ceguera del pánico. Le localizaron, pero no llegaron a reconocerle.

Y en su último esfuerzo, el cuerpo esbozó una torpe sonrisa.

Mientes…

Luego vino el silencio. Luego vendría el arrepentimiento. Luego vendría el perdón que nunca recibiría. Pero de mientras lo único que hizo el monstruo fue elevar la mano a la altura de sus ojos y contemplar distraído la sangre como si se tratase de un raro fenómeno de la naturaleza.

Esa sangre.

Sangre del cuerpo. Su hermano. Sangre de su sangre.

(Sólo un cuerpo más)

—¿Tú crees…?

Dejó caer la mano de nuevo, dejó caer la razón hasta el mismísimo averno. Y al fin se rindió. Se inclinó sobre el cuerpo muerto y enterró el rostro entre su cuello y hombro.

La sangre volvió a fluir. La vida también. 


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