Presentación


Bienvenido a mi pequeño rincón de caos creativo, café a medianoche, y gatos que ronronean en regazos ajenos. Encontrarás artículos de escritura en el tercer pasillo a la derecha, detrás del título torcido de experta-en-nada. Las críticas literarias están en la mesita de noche del dormitorio, junto con las gafas de Risto Mejide y la libreta negra sin adornos. Oh, y las reflexiones propias, no te olvides de reflexiones propias. Están metidas dentro del libro "La entrometida número uno", en la habitación de invitados. Por último te dejo algo lejanamente parecido a microrrelatos en el salón. Tú rebusca entre los cojines del sofá, que algo saldrá.

Curiosea, critica, opina y siéntete como en casa. Las maletas ya te las traigo yo.

Atte.,
N. Arizona.


miércoles, 26 de octubre de 2011

Asesinos inocentes


 Asesinos inocentes

Tenía los ojos del color del vodka, y cuando lloraba las lágrimas escocían en la piel del mismo modo que lo hacía el alcohol.
Tenía las manos arrugadas por el tiempo, curtidas por el aire químico de una ciudad muerta. A ratos perdía la sensibilidad en ellas y se las contemplaba como pedazos de algo ajeno a sí mismo, algo repugnante y lastimero. Manos que habían tenido que tocar tantos pedazos de metal sobrevalorados que ahora se le antojaban inútiles. Manos que habían osado acariciarla a ella. Manos que en aquel momento temblaban sosteniendo débilmente el vaso de vodka en la barra del bar. 
Tenía los ojos del color el vodka, pero el corazón era putrefacto como un vertedero. Notaba aún el hedor que desprendía dentro de él, un hedor abstracto y nebuloso. Sabía que ese no se iría ni con el paso de los años. Es más, iría a peor. Mucho peor. Bebía y aplacaba un poco los latidos moribundos de su corazón, pero cargaba a su vez el depósito de corrupción.
Y cuando el mundo dejó de oírse a su alrededor y lo único que podía escuchar era el sonido de su propia respiración áspera, el hombre dejó el vaso a un lado de la barra, se tapó el rostro con las manos y lloró como un niño.

* * *

Siempre le habían dicho que tenía un pelo precioso.
Mamá solía quedarse embelesada peinándoselo cuando la mujer era apenas una niña. Decía que era del color de la arena y de la corteza de los árboles jóvenes, de los primeros rayos del alba y de la bruma de un horizonte difuso. Siempre le habían dicho que tenía un pelo precioso, y no habían mentido. Pero habían omitido el detalle que era lo único que tenía bonito, porque el rostro de la joven era lamentable.
Lamentable era el recorrido húmedo que trazaban las lágrimas desde que nacían hasta que iban a morir al borde de su barbilla arrugada por la congoja. Lamentables aquellos labios pequeños e insulsos, aquellas mejillas cenicientas y aquellos pómulos sonrojados por el llanto de un modo tan estúpido. Los ojos, los ojos pequeños y huidizos, los ojos abiertos por los hechos que no podía ver y sin embargo estaban tatuados en la cara interna de sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos, ellos estaban ahí. Esperándola.
Nunca le habían dicho que fuera bonita, simpática o fuerte. Nunca le habían dicho nada de eso porque no lo era.
Las rodillas, puro hueso y piel, se posaron suavemente sobre el suelo de un modo desmadejado, como una muñeca descompuesta y rota. La tela del camisón era fina, y su palidez contrastaba con esa misma palidez suya. No hubiera sabido decir cuál era más blanca. El espejo resquebrajado apenas le devolvía una vaga imagen suya, sepultada bajo grietas que se expandían en su superficie, sepultándola a ella debajo de miles de raíces brillantes, una telaraña de cristal. Veinte ojos pequeños le devolvían la mirada desolada. Veinte cabelleras de arena se mecían en pequeñas sacudidas cada vez que sollozaba.
Tiró la consciencia lejos y sólo dejó paso al impulso ciego, que se abrió camino a través de las yemas de sus dedos. La pistola, decía. La pistola que él siempre guardaba en el mismo sitio cuando creía que ella dormía. La pistola en la mesita de noche, entre las fotos de su boda que ahora carecían de sentido y el pañuelo bordado con el que él nunca había tenido que enjuagarse ninguna lágrima antes. Sus brazos cobraron vida propia y se abalanzaron débilmente en esa dirección, una mano ajena abrió el cajón.
El arma resplandecía allí, levemente escondida en mitad de inseguridades invisibles, decepciones congeladas y decisiones precipitadas. La tomó entre sus manos y notó la gelidez que desprendía el metal contra su piel, el peso de la gravedad que la impulsaba a soltarla. No lo haría. No lo haría.
Era una sensación casi agradable.

* * *

El recibidor era aún más frío que la calle de la que venía cuando penetró en él. La oscuridad pétrea de cada rincón parecía cincelar las esquinas y los muebles con azabache nítido. Los ojos ciegos de insensibilidad del hombre apenas podían apreciarlo.
Nunca le había gustado aquella parte de la casa, desde el principio. Era pequeño, claustrofóbico, había dicho. Pero ella había insistido que se la quedasen. Lo había dicho con su sonrisa luminosa y sus ojitos suplicantes; y él había tenido que acceder complacientemente, porque a fin de cuentas era ella y la quería.
Habían pasado más de veinte años desde aquello y ahora la casa sabía que entraba un traidor por la puerta principal.
Dio un paso hacia el salón que sonó como un susurro en mitad de la noche, como una disculpa a media voz. Dio un segundo paso que se perdió en mitad del silencio y nadie llegaría a encontrar jamás. Dio el tercer paso cuando atisbó con cierta indiferencia como el cañón de la pistola le apuntaba de frente. Era su pistola.
Ella se mantenía a una distancia prudencial de él, con las manos blancas y trémulas por la presión con que sostenía el arma. Brillaban rastros de lágrimas en las comisuras de sus ojos y preguntas mudas en su expresión torturada.
(¿Por qué?)
Él la contempló en inocente apatía mientras se daba cuenta con más intensidad que nunca de lo perfecta que era. Del precioso modo como la belleza parecía latir con vida propia en cada porción de su piel. Una belleza real y dura en su realidad, una belleza destrozada por la certeza de no saberse la única.
(¿Por qué?)
Ella le apuntó durante dos, tres, cinco minutos sin mover un músculo. El gatillo era pequeño y sumiso a los acontecimientos, no iba a ser difícil apretarlo. El hombre se preguntó por qué aún no lo había hecho, que tipo de sentido tenía la espera.
Y sin embargo, lo tenía.
Ella pareció perder la fuerza paulatinamente en los brazos y en los dedos pálidos. Los codos se doblaron y los brazos cayeron, una mano se deshizo suavemente del tacto del metal. La otra siguió ahí, sosteniendo el arma en el vacío, pero ni siquiera parecía tener ánimos para eso. Las yemas de los dedos apenas parecían sujetar la pistola conscientemente a un lado de su cuerpo.
Entonces ella elevó la mirada y él pudo ver que no lo haría.
En cambio, no llegó a ver qué la movió a avanzar el escaso paso que les separaba casi con timidez. No vio el motivo, no vio el sentido, pero ella le tomó con suavidad la mano curtida y depositó el arma cargada sobre su palma como una ofrenda inquietante.
Los ojos nublados de la mujer ascendieron hasta los de él y de pronto el hombre se sintió estúpido sosteniendo aquel trozo de metal. Si ella no había podido disparar, ¿cómo se suponía que debía sujetar él ahora la pistola…?
Y la respuesta vino a su mente como si de una evidencia se tratara.
(Nunca iba a negarse a ninguno de sus caprichos, por muchos años que pasasen, por muchas otras que existieran en su vida. Y él sabía que esa vez también accedería complacientemente, porque al fin y al cabo era ella y la quería).


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